El caballero más desgraciado

Había una vez, en una tierra muy muy al sur, un caballero que había pertenecido a la Orden del Talento. Admirado por todos y emulado por otros caballeros oriundos de todos los rincones del globo, soportó los ojos inquisidores de los aficionados a su maestría y acabó por perderse en los huracanes de la egolatría. Su norte se desdibujó del planisferio y las malas compañías erosionaron su arte hasta arrastrarlo al punto irretornable del ridículo.

Después de siglos en los que ostentó el encorsetado título de «mejor del mundo», se ha convertido simultáneamente en un ser fasto y nefasto. Hoy hablamos de un caballero en estado de electrocución social, oficiando de convector de la temperatura colectiva. Posición que lo tiene hinchado y siempre a punto de estallar. Son esas emociones las que desahoga cuando festeja goles carambolescos o cuando desata su incontinencia verbal.
Tal vez haya efectivamente un resentimiento hacia él, que se funde con el suyo propio ante figuras que puedan destronarlo. Quizás por eso se lo coloca en un puesto que lo excede por completo.
Porque, en el reverso de sus dichos, nuestro caballero es también la muñeca inflable de una sociedad impotente, para la que cumple un rol artificial de excitación y para la que, sin ninguna autoconciecia, es funcional en su status quo.
Nada justifica la brutalidad. Nada. Sin embargo, resta decir que cuando a un caballero se lo inviste con la Orden del Talento, nunca deja de pertenecer a la cofradía de los más grandes del mundo. A pesar de sí mismo; a pesar de la destrucción a la que sus pares lo arrojen.

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