¿es Roma una genialidad o un bodrio paternalista?

me senté a ver la película de Alfonso Cuarón, el chilango mimado de Hollywood, con esa pregunta en la cabeza y en el cuerpo. es innegable que cuando de universos se trata, Cuarón se muestra como un arquitecto habilidoso y efectista. es un constructor secuestrado por los detalles y las terminaciones; el ojo clínico al que no se le escapa nada y que conoce al dedillo el campo visual del ojo espectador. y es en Roma en donde este modus operandi estalla. esa escasez de primeros planos y planos cortos y esa abundancia de travelings y planos secuencia conforman un punto de vista que, sin mediar palabra, podría explicar la noción barthesiana de punctum fotográfico o incluso aquello de Sontag que alude a cómo la narrativa de la imagen tiene mucho más que ver con el tiempo que con el espacio.

en general, tendemos a pensar que una de las obsesiones del nuevo neorrealismo (me dispensan) es precisamente el tratamiento del lugar -del locus posmoderno-, de cómo el contexto material dejó de ser un ornamento estético, un atrezzo, para convertirse en lenguaje. y esto es cierto. pero también lo es el hecho de que las obras del cine actual que terminan interpelando de manera más profunda son aquellas que, incluyendo este giro, expanden su decir al juego temporal casi como una ‘ventana indiscreta’, como un imperceptible agujero en la matrix. en Roma, Cuarón se permite esto conjugando varios elementos que construyen el engranaje de un reloj monumental; un reloj que clama su pertinencia en la pared más grande de la casa, ineludible y ominoso. la historia, la política, la clase, la infancia, los animales, las cosas (agua, aviones, autos, relojes) la violencia e incluso el género son, a grandes rasgos, esas piezas del engranaje que van a energizar un dispositivo capaz de hablar de aquello que aquí le es más caro al director: el tiempo.

esa infancia anclada en 1971, ese blanco y negro en 65mm y los encuadres italianos en los que siempre pasa algo más que el núcleo de la acción (el canto en medio del incendio de año nuevo, el hombre-bala en las colonias pobres, la orquesta militar en las ricas, los aviones constantes, el cine, el vote al PRI en el entrenamiento con el Profesor Zovek, la remera de Fermín en la masacre de los Halcones, el sismo en el hospital, la boda en los bungalows de la playa, etc.) hacen que mi cabeza vaya hacia una noción literaria que tiene que ver con el palimpsesto: Roma es un papiro que se lee claro, hasta que se le echa agua y empiezan a emerger las escrituras anteriores una por una -desde abajo y reclamando su espacio-, mezclando sus tintas, manchando eso que parecía tan limpio, tan ordenado en b&n; antiguo y estático, detenido.

pero si hay algo que precisamente nunca se detiene es el tiempo. y no es casual que Cuarón elija el agua como leitmotiv de ese lenguaje que es a la vez sincrónico y diacrónico; de esa simetría asimétrica en la que siempre hay un arriba y un abajo (upstairs downstairs del año nuevo en la finca), un espejo de Alicia que refleja las desigualdades constantes pero también los puntos de encuentro, mínimos y efímeros, aunque existentes. y aquí (oh, casualidad) es donde las mujeres hablan. no olvidemos que la película está dedicada a Libo, la niñera de Cuarón durante su infancia, que está encarnada por la enorme Yalitza Aparicio (Cleo) como protagonista indiscutible, secundada por Marina De Tavira (Sofía) en el papel de la madre de esos cuatro niñxs abandonada por un padre desapegado e indiferente. el menor, Marco Graf (Pepe), vendría a ser el Cuarón pequeño que soñaba con ser piloto de avión o astronauta, el único que fantasea con realidades distintas a la suya y usa mal los tiempos verbales mezclando pasado y futuro sin conflicto, como queriendo decirnos todo el rato que el tiempo todavía no pasó, porque sigue pasando.

a Cleo y a Sofía las separa la clase social en un DF convulsionado de muerte, expropiación de tierras, infiltraciones de la CIA y paramilitares. un DF lleno de sonidos y ruidos que muchas veces fagocitan las imágenes; un sonido especial, el del agua que cae cuando están las dos solas en ese sillón de confesiones, embarazos no deseados y abandono. ‘no importa lo que te digan, las mujeres siempre estamos solas’, le dice la patrona a la obrera del cuidado ajeno mientras choca, destruye y cambia esos autos que son las bestias enormes de la masculinidad alfa, las máquinas que no pueden contener a las mujeres. Cleo, a su vez, está delineada por al agua en una simbiosis que la constituye de principio a fin; el agua que no tienen las colonias pobres llenas de desierto; la abundancia del agua de los ricos que se usa para lavar la mierda del perro que le molesta al patrón (ese perro con el que tiene un vínculo afectivo genuino, elegido, ajeno incluso a lxs niñxs como si los dos fuesen juguetes de una familia que siempre les será extraña; como las cabezas de perros y ciervos disecados de la finca de los ricos más ricos que ellos); el agua con la que lavan a esa hija no querida, parida y muerta; el agua del mar de Veracruz que le reclama, aunque no sepa nadar, el arrojo de querer salvar esa parte de su vida en la que sí hay afectividad pero que no deja de ser la vida dada, impuesta, nunca elegida. Cleo habla poco y mira mucho; los ojos de Aparicio son cámaras enormes siempre acuosas que se modulan en un registro distinto sólo en dos momentos: cuando no habla castellano y sí mixteco (la macrolengua dialectal de uno de los pueblos originarios de Oaxaca) en la intimidad con Nancy García (Adela), su compañera de servicio; y cuando habla con lxs niñxs, en especial con Pepe (little Cuarón). es decir, Cleo sólo le habla a aquello que de verdad le importa; el habla es su mínimo espacio de libertad, de potestad sobre esa existencia determinada por la necesidad de entregar todo a esas vidas que transcurren ante sus ojos. sin embargo, la alocución más profunda del personaje, la palabra que estalla irremediable como una ola, es la que se dice a sí misma en la playa: ‘yo no la quería, no quería que naciera’. y si bien la familia monomarental la contiene y le expresa su afecto (indecible la ternura dolorosa de esa escena) ella verbaliza su verdad para exorcizar la presencia aplanadora de la culpa y la vergüenza; para que su cuerpo empapado de sal expulse a esa niña que no será (otra vez) ni la obrera del cuidado de otros ni la mujer embarazada que algún día no querrá tenerla. en el ritual sacrificial en el que Cleo arranca del mar con su vida la vida de esos niñxs, también ofrece -en el altar del agua que todo limpia y se lleva, como el tiempo- la verdad del que posiblemente sea el deseo más honesto de su vida.

Roma (città eterna, atemporal), el monumental reloj de Cuarón, es un palimpsesto de fotografías nostálgicas de una ciudad que poco ha cambiado en cuarenta años, es un devenir de flujo vital narrado en la paradoja de parecer detenido. es haber construido la sensación constante de que siempre podríamos intervenir en aquello que está ocurriendo pero hay algo que nos lo impide, una línea infranqueable lograda con la distancia que impone la cámara, la dirección de arte, la fotografía, el encuadre. hay una escena, la de Cleo en el hospital a punto de parir, en la que Fernando Grediaga (Antonio, el padre médico de Pepe/Cuarón) empatiza con su ex empleada y le dice que todo va a estar bien pero que no puede acompañarla a la sala de partos porque la doctora no lo deja. sin embargo, la doctora le dice que puede pasar si quiere, que no hay problema. él, nervioso y con cierto atisbo de culpa, responde que mejor no porque tiene consulta. y acá es donde creo que la ilusión óptica del paternalismo de Cuarón se rompe. porque toda Roma se me hace un enorme y doloroso pedido de disculpas, un remordimiento no dicho hasta ahora por no haber hecho nada, por no haber cruzado esa línea; es decir, por esa sensación que nosotros como espectadores sentimos durante toda la película. Cuarón es su padre en la antesala del parto de Cleo; Cuarón es el que ve el espejo que refleja las desigualdades, la cámara que registra la belleza y el dolor de la injusticia, el agua que abunda donde no se necesita y escasea donde debe estar, el reloj imparable de la indiferencia. lo ve todo y no hace nada. Cuarón es el tiempo que se va en el avión del cuadro final y -aquí lo bestial-, en ese tiempo, somos también nosotros.

hay sin dudas muchas respuestas a la pregunta con la que me senté a ver la película pero, por todo esto, creo que definitivamente genialidad es una de ellas.


/otoño>

existe
la siguiente teoría:
en todas las canciones,
en todas las películas,
en todos los versos
hay una mujer
despertando
en pertinente claroscuro
bañada por la luz del sol
que destaca
sus hombros y sus ojos
que giran
irremediablemente
hacia quien la mire
para que le diga

que es beata como una mañana de navidad
o luciferina como el sol del último día
del mundo.

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estás en la playa
lejos de mí
veo tu piel
encendida
me rasco el cuello
porque te pica
el viento del sur.
agarrás mi mano
como sostén
para echarte al sol
te suelto el corpiño
estirás mis piernas
miramos
lúbricas
al niño
te callo en silencio.
me limpiás la boca
te muerdo los hombros
porque me arden
me dibujás el sol
en tu cuadrante leo
imprimís en mi arena
tu ascendente piscis.
te unto de azafrán
mis muslos
te alcanzás
con mi piel.
entramos al agua
contengo
tu respiración
me brillás
la espalda
y somos el mar.


luciferinas

 

qué tristeza morirme

sin haber visto todas las catedrales del mundo, pienso,

mientras una cerveza barata se calienta en la mesa

y todas las caras van tomando la forma del infierno

porque sólo hay tiempo para eso.

levanto los ojos del piso de damero que me come

y puede que sea la primera vez que las veo así, luciferinas.

no son el infierno, me digo,

son el reverso del brazo condenatorio de la luz.

tienen manos grandes como pinzas

porque están del otro lado del mar y lo saben todo.

tan grandes como para contener el hueco de ese bar infernal

y esperar a que pase la certeza de que nunca podré salir.

mientras ellas observan, hago pases de magia

para no ver las flores muertas que en realidad

son totales blancos; jazmines que yo veo grises.

el tiempo no es más que la existencia de la muerte

y pasa y ya no recuerdo.

sólo sé que el damero se achica

y una luciferina estira el brazo

y me dice vamos a la catedral.

me vuelve el cuerpo y no,

me resisto a que sean tan hermosas,

a que tengan el poder de salvarme.

salimos. el aire del mar llega de lejos y condena la tristeza.

ya son tuyas, me dice, poneles nombre para siempre.