Sueño de una erótica durmiente

I.

Alejandra Pizarnik se llamaba Flora; Flora Pizarnik Bromiker. Siempre hubo algo de jardín en sus palabras, algo de primavera; nunca soltó ese origen. Los pájaros fueron sustento de sus imágenes más alucinadas, más entrañables. Es claro que los jardines tienen muchas formas. Los pájaros también. Los espacios que encierran conservan siempre un rango de libertad, una alusión. Si hay algo que pugna por salir y se encuentra con una jaula, si se estrella contra los barrotes del límite es porque se mueve hacia lo exterior, hacia lo inmenso. Se hace extimidad desde su propio interior extrañado de sí. ‘No quiero ir más que hasta el fondo’, dejó escrito Flora/Alejandra en el pizarrón de su departamento. Fue su último verso, su estertor poético. ¿Su canto de cisne? No, su gorjeo final.

No hubo silencio en esa clausura de la vida. El silencio como refugio último, como líquido amniótico total no cumplió. Fue sinuoso e inaccesible hasta el final; indecidible. ¿Habrá silencio en la muerte? ¿Tendrá ese silencio un principio de identidad con el de la vida? Porque se lo preguntó durante treinta y seis años; porque se buscó en la atonalidad muda de una melodía que no significaba nada para ella, que nunca la hizo bailar. Pero la falta de movimiento no es muerte, es reposo. Es elegir un quietismo como forma, como método, aunque la velocidad de la sangre vaya en aumento. Porque la pulsión erótica de su lírica es inescapable. Brota como el sudor de esos cuerpos que se laceran para sentirse vivos, que se mutilan la epidermis como ensayo de dolores agudos todavía no listos, no fabricados. La búsqueda de la palabra como gema contenedora de todas las luces del mundo y, en un mismo acto de acogimiento, de todas sus oscuridades; una búsqueda que no es más que movimiento oscilatorio, zigzagueante, que se abre camino hacia una vida no dicha, batallada y hostil, encerrada. En esos jardines y en esas primaveras Flora/Alejandra moldea su eros más profundo a fuerza de golpes secos y desesperados pero formantes, constructores. Porque no se le puede dar muerte a lo que no tiene forma. Y tánatos aguarda, espía maliciosamente. Sabe que siempre habrá instinto, pulsión. Que habrá graznidos sólo audibles para una frecuencia de pulsos elegidos que sólo quieren dormir. Dormir es ser libre. Dormir(se) no es más que vivir como extranjero de sí.

II.

‘Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego. Pero creo que mi soledad debería tener alas.’ ¿Quién podría decirte que en estos versos no queda rastro del deseo más carnal, más erótico de todos: del deseo de la vida? Yo no podría, Flora/Alejandra. No podría pedirte que seas coherente y que siempre quieras estar muriéndote. Yo no puedo reducir tus metáforas, tus sinécdoques y tu ritmo a una noción totalizadora que neutralice los ojos con los que has mirado lo real, el ocurrir doloroso de lo real. Querías ser poeta, no escritora. Querías entrañarte en la palabra de eso que te parecía el abismo más irredento de todos, la poesía. ‘Se fuga la isla / y la muchacha vuelve a escalar el viento y a descubrir la muerte del pájaro profeta (…) Ahora la muchacha halla la máscara del infinito / y rompe el muro de la poesía’. Yo quisiera, como sueño deseante y como muerte del deseo, tener para mí la energía destructora de estos versos. ¿Cómo no verte desnuda y entregada a un gozo -el que sea, el que puedas- en este cuadro vivo y vertical, en esta microhistoria de búsqueda y posesión, de ruptura auroral? Te has nacido en la palabra de la misma manera en la que todos los demás nos hemos nacido fuera de ella. No querías hablar de tus emblemas y signos, querías verlos, que te toquen, que te surquen la piel. ¿Entraste alguna vez en el jardín, en el centro de tu mundo? Quizás no. Quizás sólo conjuraste en una oración ancestral aquello que no pudo más que mantener a raya el temor, que no pudo exorcizar del todo el abismo prosaico y pueril de la jaula descascarada de la luz. Porque si hay alguien que escribió la noche fuiste vos, Flora/Alejandra. Habitarla quedó para nosotros; hacerla en la ferocidad del silencio fue para vos. Pero poco podías hacer de ella sin exiliarte en la palabra. Una morada perversa y multívoca; una casa fantasma. ¿Todas tus voces fueron siempre tuyas? Como un poema de Michaux o de Miguel de Molinos, contuviste el torrente de pesadillas que las batallas con tus nombres te dejaron de souvenir. No aceptaste las condiciones de la vida. Tu resistencia fue más ética que muchas, más axiológica que infinitos tratados acerca del bien y del mal. Te diste la semilla de un árbol subyacente a lo real y la cuidaste desde tu propio sueño, desde una erótica que no puede despertarse. Deseaste el éxtasis de hacer del cuerpo del poema tu cuerpo, de infundirle tu soplo ‘a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir’. Esperaste la palabra, vigilante. En la vigilia que atormenta y que goza al mismo tiempo. Te preguntaron por la dirección de ese jardín y sólo dijiste: ‘del otro lado del río, no este sino aquél’. ¿Puedo quererte siempre muerta, Flora/Alejandra? No, te quiero siempre viva. Por encima de tu sueño de Seconal, por sobre tu muerte abrasada, en la memoria de tu exilio.

III.

‘El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida y esta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero, Alejandra’.

Julio Cortázar. París, 9 de septiembre de 1971. Un año antes de que te atragantes de muertes pequeñas y redondas, un hombre te escribía rogándote la vida. No importa qué hombre. Un hombre al que le diste la bendición de comprender tu mística, tu traducción sensible de las cosas que encontraste en tu catábasis, en tu descenso, y que trajiste al mundo por la fuerza, luchando en el barro informe de lo que todavía no es. Al que le escribías ‘para que no nos coman los búfalos del silencio ni las medusas del olvido’. Él vio tu árbol de Diana -ese que creciste desde semilla- ese que te mostró su cicatriz como el sexo del mundo, como marca bestial del parto poético. El único que siempre reconociste. Yo quiero recordarte ese pulso sobre la tierra, como hizo Julio. Quiero lanzarte con mi ballesta la flecha encendida de la gitana de Rousseau para que se te clave y sangres, para creerme que seguís ahí, embarrada y limpia. Yo quiero entrañarte, Flora/Alejandra. Penetrarte. Darme una aurora a partir de tu muerte y caer como Alicia y reposar. Ser tu muñeca y que me maquilles en el simulacro de la vida, en su escenario. Ir no más que hasta el fondo con vos, para ver si me encontrás la palabra y que me duermas en la vigilia del exilio, de ese claro del bosque al que, como todos sabemos, has llegado. Encerrame y haceme libre de vos, Flora/Alejandra. Que descanses.



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